Que todo arda es como el Reino Batracio, pero vos sabes, pura coincidencia (fragmento pirateado gratis)

Que todo arda es como el Reino Batracio, pero vos sabes, pura coincidencia (fragmento pirateado gratis)

Ve, aunque me dé un poco de pena aceptarlo, pero yo ya podría decir que soy escritor. ¿Por qué no? A diferencia de los farándulas de Yutux, mi onda es escribir estas notas. La gente las lee como que fueran gratis (porque lo son). Y ya llevo años haciéndolo. Son miles y miles de palabras escritas, con mi propio estilo y en mi propio caramanchel blog.

Por eso es que ahora, cada vez que le hablo de la tía Gioconda o al tío Sergio, les digo «colegas». Ellos por educación no me corrigen y yo aprovecho para escupir en rueda.

Lo traigo a colación, porque hoy voy a hablar del libro que acaba de lanzar otro de los colegas escritores, que ahora también escupe en rueda. Se trata de mi primo Israel Lewites. El segundo Israel más famoso de Bacanalnica (ya saben cuál es el primero).

Que todo arda, por Israel Lewites

El libro se llama «Que todo arda» y para deleite de los distinguidos lectores (palmados) de Bacanalnica es completamente gratis. Le dije a Israel que me iba a piratear un fragmento de su obra y él tan buena gente, hasta me sugirió cuál me podía robar para ustedes.

Así que aquí lo tienen, una parte bien pequeña de Que todo arda.


La noticia de la que se hablaba cada vez más eran los asaltos a los almacenes de víveres del partido de gobierno. Las estructuras del régimen establecieron un sistema de administración de las donaciones internacionales: una parte era etiquetada con propaganda de la pareja presidencial y regalada a su militancia, y otra porción era vendida en el mercado negro; pero en la última semana tres centros de almacenaje habían sido atacados por una enigmática agrupación que extrajo las provisiones y las entregó en iglesias para su distribución gratuita.

Cuando la censura gubernamental reaccionó, la información ya circulaba en las calles y los testimonios de los sobrevivientes causaron conmoción en todo el país. Se decía que los atacantes eran fantasmas, o al menos lo parecían, pues sus rostros estaban cubiertos por capuchas cónicas blancas y vestían algo similar a túnicas. Pero, fantasmas o no, por la eficacia de sus acciones era evidente que contaban con entrenamiento táctico militar avanzado.

El modus operandi era rápido, preciso y sin margen de error. Los guardias no escuchaban ruido y, cuando se percataban del ataque, ya los estaban apuntando por la espalda con armas de alto calibre. En ningún caso tuvieron oportunidad de dar la voz de alarma, mucho menos de defenderse. Desarmados y amordazados, los agrupaban junto con el resto del personal del almacén; y a partir de este punto lo que habría podido ser un simple robo tomaba un cariz mucho más siniestro.

El líder de los atacantes solicitaba a los rehenes arrodillarse y rezar. Era una oración en la que todos pedían perdón a Dios por los pecados cometidos y los que estaban a punto de cometer. Terminado el rezo, uno a uno los prisioneros eran elevados cabeza abajo, con los pies y las manos presionados contra la pared. Acto seguido una tríada de captores les perforaba las extremidades, utilizando taladros industriales, para luego anclarlas con pernos.

Una vez que todos los rehenes se hallaban crucificados, eran interrogados individualmente, y no se salvaban ni los que se desmayaban de miedo o de dolor, porque el líder los reanimaba asestándoles las bofetadas necesarias. “¿Renuncia usted a servir a la pareja satánica para entregarse a Dios, nuestro señor, representado en esta tierra por su emisario el ángel?”, preguntaba después en un tono lineal, desprovisto de cualquier emoción, como quien lee la lista de compras del supermercado o las instrucciones del champú.

A quienes se rehusaron a servir al ángel se les hizo un fino corte en la tráquea para que lentamente se ahogaran con su propia sangre. A los que aceptaron su “bautismo” y declararon arrepentimiento se les marcó el símbolo de la letra Omega en la cara, usando metal incandescente.

La crueldad de los “Soldados del Ángel”, como los asaltantes se hicieron llamar, no impidió que su popularidad creciera a toda velocidad. Su símbolo aparecía en los muros de cada barrio, asentamiento y residencial de la ciudad, pese a que el gobierno destacó brigadas policiales cuya única función era la de colocar pintura negra sobre cualquier expresión gráfica subversiva. Decenas de tropas fueron desplegadas, además, con la orientación de apresar a todo ciudadano que resultara sospechoso; pero la gente seguía acudiendo a las iglesias para retirar paquetes de comida, mostrando una gratitud desmedida a párrocos y pastores, a quienes consideraban la cara pública del “comando que Dios envió para hacer justicia en Nicaragua”. Los líderes religiosos trataban de mantener distancia condenando la violencia, pero no se atrevían a incumplir la labor encomendada por el grupo del ángel; algunos por temor a represalias, otros porque de verdad creían que se trataba de una intervención divina.

Día a día la tensión se incrementaba y el régimen no parecía tener una estrategia clara para enfrentar la situación. El secretismo estatal propiciaba los más fantasiosos rumores, afectando la moral de los partidarios del gobierno, quienes furtivamente culpaban a la primera dama y su brujo de haber causado la ira de Dios. Estos rumores se dispararon cuando, en un arrebato, la Policía decidió incautar provisiones en una iglesia y a las dos horas aparecieron los cuerpos de nueve agentes crucificados cabeza abajo sobre una valla publicitaria. Encapuchados blancos se encargaron personalmente de distribuir los víveres recuperados en el sector más pobre de la capital. Fueron recibidos como dioses.


Pueden leer la novela completa en quetodoarda.org